10.9.08

La entrada número 200.

Sí, otras 100 entradas más. Y una vez más vuelvo a escribir. Tardé mucho tiempo en postear esta entrada, casi un mes, porque quería hacer algo especial para esta ocasión (por alguna convención que desconozco, todo número redondo es digno de algún tipo de festejo o distinción). Evalué la posibilidad de volver a mostrar algún texto mío, pero nada era digno de tal merecimiento. Y durante todo este tiempo, si bien me encontré con varios textos que merecían aparecer en este blog, quería que la entrada 200 me representara de alguna manera. Y hoy, por esas cosas del azar, me volví a cruzar con un cuento que leí hace muchísimos años, y releí hace otros tantos muchos años. Un cuento que me fascinó desde mi infancia y que me marcó de alguna manera, ya que lo recuerdo como el primer cuento por el cual sentí algo mucho más fuerte que el simple placer de la lectura. Un cuento que me despertaba pasión, admiración, felicidad, y tristeza al mismo tiempo. Un cuento que recuerdo como el primer gran final de una saga que haya leído. Un cuento que comenzaba así:

Tomo la pluma con tristeza para redactar estos pocos párrafos, que serán los últimos que yo dedicaré a dejar constancia de las singulares dotes que distinguieron a mi amigo el señor Sherlock Holmes. Me he esforzado, aunque de una manera inconexa y, estoy profundamente convencido de ello, del todo inadecuada, en relatar como he podido las extraordinarias aventuras que me han ocurrido en su compañía desde que la casualidad nos juntó, en el período del Estudio en Escarlata, hasta la intervención de Holmes en el asunto de El Tratado naval, intervención que tuvo como consecuencia indiscutible la de evitar una grave complicación internacional. Era propósito mío el haber terminado con ese relato, sin hablar para nada del suceso que dejó en mi vida un vacío que los dos años transcurridos desde entonces han hecho muy poco por llenar. Pero las recientes cartas en que el coronel James Moriarty defiende la memoria de su hermano me fuerzan a ello, y no tengo otra alternativa que la de exponer los hechos tal como ocurrieron. Soy la única persona que conoce la verdad exacta del caso, y estoy convencido de que ha llegado el momento en que a nada bueno conduce el suprimirla. Por lo que yo sé, sólo han aparecido en la Prensa tres relatos: el que publicó el Journal de Geneve el día 6 de mayo de 1891, el telegrama de Reuter que apareció en los diarios ingleses el día 7 de mayo y, por último, las cartas recientes a que antes aludí. El primero y el segundo de estos relatos son sumamente lacónicos, en tanto que el último tergiversa por completó los hechos, según voy a demostrarlo. Me toca a mí el contar por primera vez qué es lo que verdaderamente ocurrió entre el profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.

Arthur Conan Doyle, "El problema final", Las Memorias de Sherlock Holmes.